miércoles, 22 de octubre de 2025

Retrato de una mujer en llamas: una variante del mito de Orfeo


 

   Retrato de una mujer en llamas (2019) es un filme dirigido por Celine Sciamma, a quien pertenece asimismo la historia.

            En una época que es posible ubicar a finales del siglo XVIII, Marianne, una pintora, debe cumplir con una comisión que consiste en pintar a Héloïse, pero sin que esta última se entere, ya que el retrato está destinado a su futuro marido. Ni él ni ella se conocen. El matrimonio ha sido arreglado por la madre de la joven.

Un artista contratado anteriormente fracasó en el intento de pintar el retrato.

En la misteriosa atmosfera de la solitaria casa en la que viven algo inesperado sucederá.

 

Marianne y Héloïse

Progresivamente, en ese ambiente velado y solitario, entre Marianne y  Héloïse va surgiendo un amor profundo que se impone a toda prohibición.

Más allá la sencillez de la concepción escénica y del preciosismo visual, de esos espacios iluminados por las velas y con fotogramas que son en sí bellísimos retratos, el amor narrado tiene un alcance que trasciende lo físico y que, desde mi punto de vista, puede ser pensado desde dos claves: La Nueva Eloísa de Jean Jaques Rousseau (1712-1778) y el símbolo de la libertad guiando al pueblo, por un lado y por otro el mito de Orfeo, a partir de una lectura que en una secuencia del filme se hace de la obra de Ovidio.

El mito órfico es recurrente tanto en los diálogos, como en pasajes como el mencionado, y también poco antes del final.

 

Una filosofía del amor

No es fácil responder a la pregunta acerca de la naturaleza del amor: ¿Qué es? ¿Qué significa? ¿Nos ofrece o nos exige? ¿Nos brinda placer o nos compromete? ¿Nos hace libres o dependientes?

El filósofo Max Scheler lo caracteriza como conocimiento y alegría de la esencia, un acto libre y creador en cuanto realiza el objeto que ama.

En el filme no se trata de una historia de amor simplemente sino de una respuesta a preguntas como estas. No en vano se alude a Jean Jaques Rosseau, el filósofo de la libertad, la naturaleza y la justicia.

La Nueva Eloisa es una novela epistolar de 1761 y las semejanzas son grandes. La novela reedita la historia de Eloísa y Abelardo, de la baja Edad media (de Héloïse, 1092-1164): Saint-Preux, preceptor de Julia d´Etange, una joven de la nobleza, se enamora de su discípula pero pese a ser su amor correspondido, el barón d´Etrange no puede permitir el matrimonio de su hija noble con un burgués sin fortuna, y ella se casará con el señor de Wolmar. Saint-Preux, desconsolado, se embarcará en un largo viaje de tres años.   

Los valores de la autonomía y la libertad individual así como de la pureza de los sentimientos por sobre las leyes sociales es de lo que se trata, máxime si la materia de la narración es un amor entre dos mujeres.

La obediencia a las leyes sociales no nos depara la felicidad que sólo puede ofrecernos la libre elección y el desafío, hasta donde sea posible, de las normas sociales.

Asimismo, Marianne es quien en la pintura La libertad guiando al pueblo de Eugene Delacroix, lleva el gorro frigio y encarna los  valores de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución Francesa, que tantos crímenes cometió invocándolos (TV5 difundió hace muy poco, el filme Olympe, une femme dans la Révolution, sobre la feminista y revolucionaria Olympe De Gauges, redactora de la Declaración de los Derechos de la Mujer, guillotinada en plena época del terror, en 1793).

Entendemos de este modo las razones por las que el filme se encuentra ambientado a finales del siglo XVIII, pero, pese a ello, la situación de la mujer no parece haber mejorado en nada en el marco de las ideas revolucionarias.

El hecho de que Marianne conozca a Héloïse en la circunstancia de tener que pintar un retrato para que sea casada contra su voluntad signa su vínculo. Aunque no pueda “ser” el amor se encuentra iluminado por el conocimiento y la alegría de la esencia del otro.

Como vemos, Celine Sciamma no deja nada librado al azar de la historia y cada elemento tiene una razón de ser.

 

Acerca del mito órfico

Todo lo que se sabe de Orfeo es puramente legendario (Caturelli, Alberto; La Filosofía, Madrid, Gredos, 1977, pág. 344). Hay noticias de que probablemente haya vivido hacia el siglo VII a de C. Hijo de Apolo y Calíope, una de las musas origen de la música, su poder divino estaba en su lira.

Al morir su esposa Eurídice, los dioses, conmovidos, permiten a Orfeo bajar  a los infiernos a buscarla. Podrá llevarla de regreso con la condición de que ella camine detrás de él y que Orfeo no se vuelva a mirarla. Al no cumplir esa condición, pierde a Eurídice para siempre.

Ivonne Bordelois (La palabra amenazada, Ediciones del Zorzal, 2005 “Eurídice, la no escuchada”, pág. 17) señala “Orfeo es el mito trágico que pone en escena, entre otras fisuras, el abismo entre los no-escuchantes y los hablantes” y menciona la bellísima película Orfeo Negro (1959) de Marcel Camus, inspirada en una obra de teatro de Vinicius de Moraes, en la que Eurídice (cuyo nombre proviene de las raíces “eurys”, amplio, y “dike”, justicia) dice: “Si pudieras oírme en lugar de verme.” Eurídice no puede ser vista ni escuchada. “El infierno devora a la inaudible voz de Eurídice” refiere Bordelois. Al final, la cita de Ovidio que se hace en Retrato de una mujer en llamas enuncia “Eurídice dijo un adiós pero no se oyó”.

Peter Conrad, en su libro Canto de Amor y Muerte sostiene que Orfeo sólo quiso probar el poder divino de su propio canto y que en realidad no amaba a Eurídice y por eso se volvió a mirarla.

Las creencias griegas se remontan a Creta. Los antiguos misterios de Eleusis tenían mucho que ver son los misterios de ultratumba y evocaban la idea de purificación, señala Caturelli.

Entre la concepción de las fuerzas ocultas, y el culto a la naturaleza de la época más antigua de Grecia y las que le sucedieron, el mito órfico toma por primera vez la idea de un mundo subterráneo y otro superior. El orfismo fusiona los mitos de Zagreus y de su hija Perséfona. Los titanes, enviados por Hera, despedazaron y comieron a Zagreus. Zeus fulminó a los titanes y de esas cenizas nacieron los hombres, que contienen algo malo (las cenizas de los titanes) y algo divino (la naturaleza de Zagreus).

Pensado desde el orfismo, en el puro sentimiento del amor hay algo divino y algo malo.

Para ser tomado por el arte, el amor debe ser desdichado.

De esa desdicha nace la resignación, pero también nace la fuerza superadora donde encontramos la idea de purificación.

   

            “Voltéate”

            Cierta noche donde, en una feria, hay mujeres que entonan una especie de melodía ritual ante un fuego, es entonces que el amor entre ambas se hace evidente, un imperioso llamado que no es posible desconocer.

La imagen de Héloïse vestida de blanco se aparece a Marianne varias veces y se desvanece.

Héloïse, Marianne y Sophie –la joven que hace los quehaceres de la casa- leen a la luz de las velas la historia de Orfeo y Eurídice, narrada en la Metamorfosis de Ovidio (43 a d C- 17 a d C).

Sophie se pregunta por qué él se dio la vuelta si le advirtieron que si lo hacía habría de perderla. Héloïse responde que Orfeo estaba loco de amor  y no pudo resistir al deseo de verla.

La respuesta de Marianne es una variación del relato del mito: Orfeo sí podría resistir, pero al no hacerlo estaba tomando la decisión de elegir la memoria de ella, por eso se voltea. No toma la decisión del amante sino la del poeta.

Eurídice, como refiere Ivonne Bordeloise, dijo un adiós que Orfeo no escuchó.

Cuando la madre de Héloïse la obliga a probarse el vestido de novia se hace real la visión de Marianne; al irse para siempre ella se aleja rápidamente sin mirar hacia atrás pero Héloïse la alcanza y le dice “Voltéate”: entonces la ve con el vestido de novia y la pierde definitivamente.

En rigor, se trata de una variante del mito: no se da vuelta por su propia voluntad sino por un pedido de su amada: es ella quien la contempla por última vez pero las dos parecen condenadas al abismo mientras la visión se desvanece.

En la secuencia anterior a la del final, Marianne ha pintado la escena en que Orfeo se da vuelta y Eurídice es arrastrada hacia el abismo: se trata de un punto de vista poco usual, le señala un crítico: Orfeo suele ser representado antes de darse vuelta y no después.

El mito es tratado con libertad, pero su esencia parece ser la misma.

 

Pintura y Música

Como una variante del mito órfico, serán la pintura y la música las que resuelvan la escena final en dos claves que parecen señales que Eurídice envía desde un abismo del cual no puede salir.

Quiere la variante que Marianne no sea Orfeo pero que Héloïse sí sea Eurídice.

El amor, después de todo, fue asumido no como la alternativa de los amantes sino como el consuelo de la poesía.

 

20/21.10.25

jueves, 18 de septiembre de 2025

Los secretos de Pearl Harbor, una búsqueda sin final (Crónicas de un viaje a partir de una historia, una novela y un propósito)


Desde que la escribí, mi novela Las llaves de ese secreto, sobre el ataque a Pearl Harbor, tuvo dos ediciones (la segunda de ellas ampliada). Es la primera vez que siento haberme encontrado con un texto que, a diferencia de los otros, no parece dispuesto a concluir.

La novela, narrada por el personaje imaginario de Peter Welch, que formó parte de la primera comisión investigadora del ataque, se basa en gran medida en el libro El Secreto Final de Pearl Harbor (La contribución de Washington al ataque japonés) del Contralmirante Robert Theobald, que, en su carácter de comandante de la primera flotilla de destructores, estuvo en el ataque del 7 de diciembre de 1941.

 

            Un largo recorrido

            Lo primero fue ver, cuando estaba varado por la pandemia en Lago Puelo, la película ¡Tora! ¡Tora! ¡Tora! e investigar la acción bélica, hasta que la versión de Theobald me reveló una historia muy diferente a la de aquella que sostiene que se trató de un ataque por sorpresa.

            Los mapas de la época, de la base y de la línea de acorazados, (Battlefield row) fueron lo que elegimos para la contratapa y tapa de las ediciones de la novela, eso y las referencias a algunos de los códigos secretos que usaban los japoneses.

            Pearl Harbor sigue siendo una base militar, con una mínima parte a cargo de Parques Nacionales, precisamente la que es posible visitar: incluye dos pabellones dedicados uno a la evolución de las circunstancias políticas que dieron por resultado el ataque y otro al ataque en sí; también el Pacific Fleet Submarine Museum y los distintos memoriales a las víctimas de la agresión armada.

            Cercano al memorial del Arizona está anclado el acorazado Missouri: uno marca el comienzo de la intervención de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y el otro el final de la contienda, ya que en una de sus cubiertas fue firmada la rendición de Japón el 2 de septiembre de 1945. Al memorial del acorazado Arizona es posible acceder desde la entrada del Parque Nacional por medio de un ferry. Tal como dice la novela, y como pude apreciarlo, cada 20 segundos brota de la nave hundida una gota de aceite que, en sí misma, es capaz de contar una historia.

            Para la visita al acorazado Missouri es necesario llegar por los autobuses del parque, llamados shuttles. Para acceder el Pearl Harbor Aviation Museum, en Ford Island, hay que abordar otro shuttle y pasar por un puesto de control militar. No se permite sacar fotografías en determinadas direcciones, ni circular por la isla salvo en los autobuses. El Pearl Harbor Aviation Museum  incluye al Hangar 79, en el cual se trabajó durante la producción de ¡Tora! ¡Tora! ¡Tora! en el acondicionamiento de vehículos y la construcción de modelos de aviones en fibra de vidrio, para las escenas de los ataques a los aeródromos. Hoy, incluye una exposición de aeronaves y en las ventanas es posible ver los orificios producidos por los disparos de los aviones japoneses.

            Al hacer la aproximación final al aeropuerto, el avión en el que llegaba a Honolulu desde Los Ángeles paso muy cerca de Hickam Field, Ford Island y la entrada al Pearl Harbor National Park y –en un momento tan breve como intenso- pude ver así, por primera vez, la torre de control que aparece en la película, el memorial del Arizona y el acorazado Missouri.

            El viaje desde Los Ángeles a Ohau toma cinco horas y media –los bombarderos B 17 que llegaban desde California a Pearl Harbor tardaban 14 horas y media-. El avión aterrizó a las seis y cuarto de la mañana en el aeropuerto de Honolulu y me llevó unos 40 minutos llegar en taxi al hotel.

            Por el camino pude ver el hermoso paisaje de las formaciones de roca volcánica que tanto aparecen en el filme, mientras el chofer, nativo del lugar, hablaba por teléfono en un idioma incomprensible y pensé que, al tiempo que muchos japoneses se exiliaron aquí desde comienzos del siglo XX, la cultura del lugar, como lo comprobaría luego, se circunscribió a barrios donde no parecen vivir otras personas que los nativos y que son en sí un mundo aparte, que se refleja en gran medida en las personas que viajan en los autobuses.

            Como ya me había pasado en Monterey y Salinas, pese al cansancio y a la noche sin dormir, apenas llegado al hotel dejé mis cosas y me dispuse a tomar el autobús 42 que, una hora y media más tarde, me dejó en Pearl Harbor, donde gran parte de mi novela acontecía.

 

            Cuentas pendientes

            En 2018 hice un viaje de 8.000 millas por Estados Unidos en una Harley Davidson y quería volver a lugares, como el Sequioa National Park que, por haberme sorprendido una nevada a la altura del bosque de árboles gigantes, que están entre 5000 y 6000 pies de altura, no había podido visitar debidamente; esas inacabables y cambiantes extensiones siempre me fascinaron y viajar por ellas es de por sí una experiencia única. Un año más tarde, para los mismos meses, convalecía de la compleja operación por la cual, a tiempo para salvar mi vida, me extrajeron un tumor; desde entonces todo me parece urgente porque uno nunca sabe qué vez podrá ser la última.

            Ahora sumaba algunas cosas más y, como no podía ser de otra manera, el viaje debería terminar en Pearl Harbor para conocer ese lugar que tanto había visto en la pantalla y sobre el cual había escrito una novela que, hasta que no conociera la base, me parecería incompleta.

 

            Versiones y argumentos

            Luego de fichar el libro de Theobald y de pensar largamente en el modo de hacer ingresar al texto ficcional la información más relevante de la investigación del contralmirante y la de Gordon Prange, autor del estudio en el que se basó ¡Tora! ¡Tora! ¡Tora!, para lo que me serví, en gran medida, de diálogos, que a veces fueron tomados literalmente de la película, la novela se deslizó, sin yo poder evitarlo, al problema de la argumentación, que involucra el proceso de descubrimiento de la verdad y a la pregunta acerca de si la versión sostenida de manera oficial es capaz de afrontar las pruebas de la argumentación jurídica (la conclusión necesaria es que no es capaz pero a nadie le interesa que lo sea).

            La experiencia que tuve es que, pese a que esa versión oficial pueda sostenerse a sí misma, sigue siendo la aceptada y toda la información concerniente al ataque se circunscribe a las circunstancias bélicas y no a otras, como que ya antes en la historia (por ejemplo en Fort Sumter, en 1861) Washington lo hubiera hecho posible.

            Pude ver –además de las bombas y los torpedos con timón de madera, aptos para ser lanzados en aguas de poca profundidad: me sorprendió ver lo pequeños que eran-, la máquina Magia, por la cual eran descifrados los mensajes entre Tokio, las embajadas y distintas sedes y personas involucradas en la actividad de espionaje, que aparece en el filme, pero no hay referencias a que los mensajes no llegaran a los comandantes de Hawaii, que desconocían las circunstancias de las tensas relaciones entre Japón y Estados Unidos. Tampoco se menciona al interés de Tokio por conocer las ubicaciones de los buques anclados en Pearl Harbor, los mensajes de destrucción de códigos secretos previos a la agresión, el éxodo de espías ni otras muchas circunstancias.

            Menos todavía se habla de la actividad de las distintas comisiones investigadoras que, a excepción de las de la marina y del ejército (ambas de 1944), se dedicaron a salvar las responsabilidades del gobierno y a destruir evidencias.

             No obstante, me aguardaba una sorpresa.

             

            Idas y vueltas

            Seis menos cuarto de la mañana, mientras espero el shuttle al aeropuerto aparece una joven en el la sala del hotel Travelodge de Los Angeles, es rubia, de grandes ojos claros, menuda y delicada y lleva muchos bolsos y valijas. Me ofrezco a ayudarla. Me cuenta que es polaca y, tras dos meses de viajes por Asia y tres de estudio en Estados Unidos, regresa a su país. Lleva un libro enorme que me sugiere que se dedica a la literatura, pero no, para mi total sorpresa, su área son las matemáticas.

Hay mundos llenos de aventuras, geográficas e intelectuales (capaces de encontrar belleza hasta en cosas como las matemáticas), y unas son acaso tan increíbles como otras. Cómo la envidio. Me hubiera gustado poder tener una juventud de vida aventurera, pero me contento mientras pienso que mi sufrida vida judicial de juventud y madurez me permite ahora, liberado ya de muchas cosas, emprender mi pequeño peregrinaje –o grande si pienso en las once horas de ida y vuelta a Ohau-. En esta etapa de mi vida me siento libre.

El trayecto de autobús hasta el Pearl Harbor National Park –que habré de hacer durante cuatro días- es también por demás interesante: Honolulu me parece una mezcla de la descontrolada Las Vegas y de la zona porteña de Palermo. Alterna extensiones de agua con grandes avenidas, bellísimos espacios verdes y  edificios enormes y extraños que se multiplican en un horizonte inacabable. El ambiente veraniego se mezcla con el desenfreno de muchos visitantes en la zona de las playas de Waikiki y todo es largo, ancho y alto.

            Hace mucho calor. No se puede circular por el Pearl Harbor National Park con nada en la mano y hay que dejar las cosas en un lugar destinado a guardar bolsos, mochilas, morrales y riñoneras.

            El primer día hice un recorrido general y para el segundo contaba con el pasaporte que me daba acceso al acorazado Missouri, al Pearl Harbor Aviation Museum –que visitaría durante dos días seguidos- y al Pacific Fleet Submarine Museum, con una visita al sumergible Bowfin.

            La visita al portaviones Intrepid en Nueva York –con su museo aeronáutico- me había brindado ya la experiencia de estar en un buque de la Segunda Guerra Mundial. Luego de la visita guiada al acorazado Missouri, era posible recorrerlo –y por supuesto, igual que en el Intrepid, perderse en sus entrañas, ya que esos buques son mundos en sí mismos- y contemplar la base de Pearl Harbor desde la línea de acorazados –Battelfield row- que fue uno de los objetos centrales del ataque japonés y una de las cosas que más me interesaba ver.

            En la cubierta donde tuvo lugar la rendición de Japón es posible contemplar copias del documento, con sus firmas, fotografías y una placa conmemorativa. Es muy intensa la impresión de estar en el lugar donde finalmente terminó la Segunda Guerra Mundial, con sus más de cincuenta millones de muertos y sus secuelas imposibles de reparar.

            En esa zona hubo el impacto de un kamikaze en junio de 1945 y hay una amplia exposición dedicada a los numerosísimos ataques suicidas, que incluye las cartas de despedida de los pilotos.

            Llegado a las siete de la mañana, buscando algo para desayunar y habiendo encontrado solo un puesto de salchichas empanadas para comer con la mano, estaba deseoso de ir al Pearl Harbor Aviation Museum, donde sabía que había un buen sitio para comer y podría, finalmente, lavarme mis engrasadas manos, pero no me importaba; en los viajes hay que estar dispuesto a pasar ciertas necesidades que, en el balance final, no cuentan para nada.

 

            Ataque aéreo a Pearl Harbor, esto no es un simulacro”

            La llegada al Pearl Harbor Aviation Museum viene luego de una primera parada en el acorazado Missouri. El lugar es inmenso y sirvió para las operaciones de los aviones que allí se encontraban.

            La antigua torre de control, roja y blanca, se encuentra a unos metros del museo y es posible visitarla. Desde allí se domina toda la base y, especialmente la Battlefield row. Hay dos guías y les comento la fuerte impresión que me produce estar allí después de haber visto tantas veces la película, en una de cuyas secuencias Jason Robards, (que estuvo en el ataque como radiotelegrafista en el crucero Honolulu) en el papel del general Short, comandante de la base, sube por la misma escalera a ese mismo lugar. La guía que lleva la voz cantante me dice que la torre tuvo cambios primero desde 1941 a 1968, en que el rodaje de la película comenzó, y desde 1968 hasta ahora, pero la vista es la misma que podemos apreciar en varias secuencias del filme, al producirse el ataque.

            El acorazado Nevada pudo generar vapor y tratar de salir en pleno ataque, pero al ser sorprendido por la segunda oleada de aviones enemigos y  atacado, fue varado para evitar su hundimiento en la entrada de la base. Le pregunto por los lugares donde estaba anclado y por donde fue varado y me los indica, en este último hay un monolito que recuerda el hecho. En ese momento, el Nevada simbolizó, como la acción de varios pilotos y artilleros, la resistencia a la agresión bélica. La guía cuenta que es esposa de un militar de la base y su versión resulta acorde a ello. También le pregunto por la dirección en que llegaron los aviones japoneses luego de atacar los aeródromos y por el punto en el que se encontraron, en la segunda oleada, con los B 17 que venían de California al mando del mayor Truman Landon. Luego hace una extensa explicación sobre aspectos militares de las operaciones, con especial mención de los minisubmarinos.

            Al llegar en lancha a la Isla para izar la bandera, minutos antes de caer la primera bomba, y ser testigo de ese primer impacto, fue el contralmirante Patrick Bellinger quien, muy cerca de aquí,  hizo la famosa transmisión que recorrió el mundo: “Air raid Pearl Harbor, this is not drill”.

El Crucero General Belgrano

            El piso del pabellón central del Pearl Harbor Aviation Museum es en varias partes un inmenso mapa del pacífico y sus islas. Se llega por un pasillo semicircular que, casi de pronto, nos revela la presencia de algunos de los aviones que hubo entonces: uno de ellos es un Aeronca civil de los que volaban esa mañana, y también de un B 25, hay también un Dauntless y un Wildcat, entre otros

            Me detengo frente a un reluciente Mitsubishi zero y comienzo un largo diálogo con Alvyn, uno de los voluntarios: me cuenta que el avión frente al que nos encontramos no fue de los que atacaron Pearl Harbor, sino que fue traído de las Islas Salomon, en pedazos, tal como se lo encontró, y restaurado, pieza a pieza, hasta quedar en perfectas condiciones de vuelo. Conversamos mucho sobre ese avión, diseñado por un inglés llamado Smith, y por las diferencias con los cazas como el Curtis P 40 que está a pocos metros.

            Me pregunta de dónde soy y cuando le contesto hace un gesto y me pide que lo siga. Me lleva hasta donde hay un mapa con la ubicación de los buques y me señala el cruiser Phoenix y hace un gesto: “Es nuestro crucero General Belgrano” le digo y asiente. Me traspasa algo semejante a una descarga eléctrica.  Se toma luego el trabajo de buscar en un gran libro una foto del Phoenix navegando a pocos metros del Arizona en llamas, mientras se hundía, para salir en busca de la flota japonesa. Nuestro General Belgrano fue uno de los pocos buques que pudieron dejar la base en busca de la fuerza de ataque; luego, actuó durante toda la Segunda Guerra Mundial en el escenario del pacífico para terminar hundido arteramente por los ingleses cuando navegaba fuera del escenario bélico, en 1982.

            Los hangares aparecen en la película; el ya mencionado Hangar 79  pertenece también al museo y muestra más de aquellos aviones, entre ellos un B-17 derribado en Nueva Guinea y un torpedero Avenger en perfectas condiciones.

            Al día siguiente recorrí el Pacific Fleet Submarine Museum y visité el Bowfin, con todas sus dependencias, lo que permite apreciar las alternativas de la batalla bajo el agua, que permitió el avance de las acciones en el pacífico.

           

            Otra vuelta de tuerca

            Los autobuses en Honolulu no solamente permiten ir y volver sino asomarse a un mundo. Unos son largos y articulados en el medio, con avisos de audio sobre lugares y paradas y el aire acondicionado que tienen todos es un alivio al intenso calor.

            Una de las veces me pasé de largo de la parada del Arizona Memorial y gentilmente el conductor, un robusto hombre moreno, de ojos rasgados, seguramente nativo de Hawaii, me indicó con exactitud las paradas de los autobuses que me llevarían al Pearl Harbor National Park y esperé durante largo tiempo en un barrio muy diferente a la zona de hoteles, uno al lado del otro, y esa visión me dio una perspectiva muy diferente del lugar. Otra me la dieron las personas sin techo que simplemente se suben y circulan en los autobuses, refugiándose del calor, al lado de los turistas que regresamos a la zona de hoteles.

            Las personas nativas tienen rasgos y un habla distintivos y el camino era tan largo que podían apreciarse zonas muy diferentes entre sí, en la inmensa isla de Ohau de la cual yo solo había visto una pequeña parte.

            Dejé el hotel y volví a una última visita, quería comprar algunas cosas y simplemente dejarme estar allí.

            En el lugar dedicado a los libros había la bibliografía esperable en un ámbito como ese: el relato oficial y algunas cosas más. Me detuve en el pequeño volumen Air Raid Pearl Harbor – The attack that stunned the world (primera edición 1971), de Theodore Taylor, pensando que sería el relato de uno de los dos pilotos –Kenneth Taylor y George Welch- que salieron en dos P 40 de Haleiwa Field y que lograron muchos derribos (de hecho, el personaje de mi novela se llama Welch debido a uno de esos pilotos) pero se trataba de otro Taylor.

            Pese a ser un libro no muy extenso la información que contenía era mucha y muy concreta y me permitiría exponer la acción de la novela de una forma diferente, abrirla a una perspectiva que entonces pensé que debería corresponder a un narrador en tercera persona. Sería necesaria así una tercera versión.

            Había llegado a Pearl Harbor para completar una historia y terminaba encontrando otra vía de acceso a ella. Estaba feliz, había hallado algo que no me había propuesto encontrar.

            Volví por última vez al hotel y, ya de noche, llegué al aeropuerto.

                       

            Momentos y momentos

Ya mi viaje había terminado y ahora debería decantar las profundas impresiones que un mes de intensos recorridos por Estados Unidos me habían suscitado.

Poco después del despegue las luces se han apagado. Sé que no voy a poder dormir y que, luego de la llegada a Los Ángeles me espera el vuelo de regreso a Buenos Aires y su conexión en Miami, y luego el inhóspito e insufrible Tienda León a Mar del Plata.

Mi amigo Andrés Santibáñez viajó durante muchos meses por Sudamérica desde Colombia, su país, en una Honda NC 700 como la mía. Recorrió la Argentina, a lo largo y a lo ancho, hasta Tierra del Fuego y me regaló un adhesivo con la leyenda This moment que puse en el parabrisas de mi moto, como si fuera el mascarón de proa de un barco. Es un anuncio, una inspiración y un afán de aventura. Desde entonces me ha acompañado en todos los viajes.

Ni el pasado ni el futuro –dice Andrés- sino ahora: la vida es ahora. Nuestra única certeza es ahora, la mía de este momento es saber que pude alcanzar un anhelo y vivir mi novela hasta donde me fue posible y esta sensación me acompañará siempre, de lo que pasará mañana ya no hay certezas.

Ya cumplí con todo lo demás en la vida y quizás esa sea la suprema enseñanza: ser fieles a nosotros mismos, amar a los demás y vivir el momento, este momento, donde todo está sucediendo. 

 

(a Andrés de Santibáñez)

 

Eduardo Balestena,

15/16 de septiembre de 2025  

martes, 26 de agosto de 2025

Tras los pasos de John Steinbeck


      Concebida desde el imperativo por testimoniar la vida de personas y situaciones, su innata curiosidad por temas que lo apasionaban y por responder a profundos interrogantes filosóficos, la obra de John Steinbeck (Salinas, California, 27 de febrero de 1902- Nueva York, 20 de diciembre de 1968) siguió los pasos de una vida itinerante, aventurera y de sus muchas alternativas.

Desde el retrato de los habitantes de Salinas y Monterey, al diálogo con los guerrilleros zapatistas, al testimonio de la migración de los “Okies” a California, las crónicas del frente en la Segunda Guerra Mundial o a la necesidad de mostrar una visión de los Estados Unidos de su tiempo, su literatura tiene la aptitud de plantear en términos muy sencillos interrogantes muy hondos.

 

Itinerarios

2022, la pandemia comenzaba a ceder y las restricciones iban haciéndose menores y entonces, de pronto, emprendí mi primer viaje en moto a Santa Cruz; llevaba el libro Travels with Charley (in serch of America) (“Viajes con Charley, en busca de América”).

Corría el año 1960; el escritor se planteaba haber escrito sobre muchas cosas, pero que sin embargo existían aspectos de su país que no conocía y había decidido explorarlos en un viaje de diez mil millas en compañía de su perro Charley. Elegía para hacerlo un vehículo autoportante: una flamante camioneta Chevrolet V 6 sobre cuya caja, diseñada exclusivamente para él, iba su vivienda, equipada con todo lo necesario. Llamó al vehículo Rocinante, en homenaje al caballo del Quijote.

El libro me fascinó de forma tal que escribí un largo artículo cruzando episodios de su largo viaje con el mío –diez mil millas contra humildes seis mil kilómetros- y me dije que alguna vez iría a Salinas a ver a Rocinante. En julio/agosto de 2025 los astros se alinearon y en el curso un largo derrotero por Estados Unidos pude cumplir, entre otros, con ese propósito.

 

Salinas

Mis destinos, en esa etapa del viaje, eran el National Steinbeck Center y la casa natal del escritor.

Salí de Three Rivers, el pequeño pueblo a la entrada del Sequioa National Park y Kings Canyon, que había recorrido durante varios días y cubrí las más de doscientas millas hasta Monterey; las distancias son muy largas y el tránsito por las autovías muy intenso, pero el manejo es mucho más distendido que en nuestras rutas. Cerca de Monterey había un gran embotellamiento que me demoró bastante y allí comencé a sentir cierto cansancio, pero apenas llegado y registrado en el hotel salí rumbo a Salinas.

A medida que me aproximaba la emoción era mayor. Una tranquila calle de casas victorianas y dos anchas avenidas con antiguos edificios, que brillaban con el mismo esplendor que cuando fueron construidos, me salió al paso y de pronto, allí estaba el National Steinbeck Center. Le dije a la persona que me atendió sobre mi interés por entrevistar a algún voluntario del centro y hablar sobre la obra de Steinbeck y que había escrito dos mensajes al centro que no habían sido respondidos y me dio la dirección electrónica de la archivista, a quien escribí ese mismo día.

El recorrido comienza con una película documental sobre el escritor y sigue en otro pabellón donde no solo es posible ver sus manuscritos y objetos personales sino también los afiches de las películas basadas en sus novelas o aquellas otras cuyo guión escribió. Su relación con  el cine fue muy extensa y uno de los elementos decisivos en su consagración.

Allí estaba una réplica de un vagón de ferrocarril con una pantalla donde eran proyectadas escenas de East of Eden (“Al este del edén”, 1954), de Elia Kazan, sobre la novela (1952) que el escritor consideró una de sus obras más importantes.

En otro recodo, una pantalla proyectaba escenas de The Grapes of Wrath (Viñas de Ira, 1940) de John Ford.

Caminé algo más y de pronto allí estaba Rocinante, tras un vidrio y el gran mapa de ese viaje, desde Nueva York, a Maine y luego a la costa oeste, para seguir hacia el sur. Estaba ilustrado con escenas de las situaciones narradas en el libro. Entré en una suerte de trance que me hizo estar largo rato allí y perder la noción del tiempo. En una pantalla, Henry Fonda leía fragmentos del libro, que iban desde el contacto con los migrantes canadienses para la cosecha de papas en Maine a las enormes carreteras y a la descripción de un país donde ya todo era estandarizado y masivo y los grandes supermercados avanzaban sobre las pequeñas tiendas.

Pensé en aquella vida, con trabajos duros primero, en Nueva York y luego su regreso a Salinas y su consagración –en gran medida gracias al apoyo de su padre, que le facilitó una cabaña de fin de semana de la familia para que pudiera vivir y escribir y apoyo económico- hasta la consagración que le llegó con Tortilla Flat primero y con otra obras, como  Of Mice and Men (“De ratones y de hombres”) después. Su madre, una maestra irlandesa, lo acercó a los relatos legendarios como el del Rey Arturo, que tanto lo apasionaron en los que acaso esté la raíz de esa necesidad de contar una historia con una enseñanza, o narrar algo que es a la vez  ordinario y trascendente.

Travels with Charley me acompaña de nuevo en este otro viaje y el video pasa una escena del libro –el encuentro con los migrantes canadienses en un bosque- que estaba leyendo la noche anterior: el mágico contacto casi sin palabras con aquellas personas que cada temporada cruzaban la frontera para ese duro trabajo.

De pronto ya ha transcurrido gran parte de la tarde y estoy muy cansado. Recorro el resto y la maravillosa biblioteca del Centro.

He visto a Rocinante, ya puedo volver y descansar. Voy al estacionamiento en busca de la Dodge Hornet con la que vinimos viajando primero con mi hijo desde San Francisco y ahora, desde Los Ángeles,  yo solo. Volveré mañana domingo y abrigo la esperanza de que la archivista me reciba el lunes, pese a que el centro esté cerrado.

A la salida caminé un par de cuadras hasta la casa de 1897 en que John Steinbeck nació, el 27 de febrero de 1902. Su padre, un respetado contador y administrador pudo dar a su familia un muy buen pasar y él y su esposa alentar a sus hijos, brindándoles una cuidada educación en la cual la música y la literatura tenían un papel central.

 

Un peregrinaje literario

Después de deambular por la costa de Monterey y el faro en el cual una vez estuvo Robert Louis Stevenson vuelvo a Salinas a la hora en que el National Steinbeck Center abre sus puertas y ahora sí, comienzo a recorrerlo con todo detenimiento.

Luego de su libro In Doubious battle,(“En dudosa batalla”) sobre una huelga de los trabajadores de la factoría de Cannery Row, que estableció su fama como un escritor serio, George West, editor del San Francisco News le pidió recopilar historias de la “Dust bowl migration”, la migración del polvo: aquella en que entre 300.000 y 500.000 granjeros, la mayoría de Oklahoma, víctimas de las tormentas de polvo que diezmaron sus cultivos y de la pobreza, llegaron masivamente a California entre 1935 y 1938 en busca de trabajo. Eran alojados en campos creados por una agencia del New Deal, la política implementada por Roosevelt.

Tom Collins, el encargado de Wheatpatch Camp, uno de aquellos campos, sería un personaje clave en la vida de Steinbeck, quien allí recopiló historias de vida que no solo le permitieron documentar aquella migración, sino ser la base de su gran novela The Grapes of Wrath (“Viñas de Ira”,1939). Tom Collins se convertiría en el personaje de Jim Rawley en la novela. Tanto John Steinbeck como Tom Collins, lucharon por organizar a los granjeros en sindicatos, defenderlos de los abusos de que eran objeto y tratar de que se independizaran obteniendo tierras.

Tom Collins, que aportó  a la novela –que ganó el premio Pulitzer- no solo historias sino también el espíritu de injusticia, fue asesor de la película que, según Darryl Zanuck, su productor, solo refleja una parte de la crudeza de esa migración.

Una vez estrenada, Collins fue a “Los Gatos”, la casa de Steinbeck quien, acabado de separarse de Caroll -su primera esposa, que fue quien sugirió el nombre de la novela y mecanografió los manuscritos- pero encontró la casa vacía. Steinbeck había dejado atrás el drama de los “Okies” y él y Collins ya nunca más volverían a encontrarse.

Me quedo frente a la pantalla que, además de lecturas de partes de la novela,  exhibe fragmentos de la película de John Ford.

Solo estamos un matrimonio y yo. Tenemos más o menos la misma edad y de pronto, mientras con un tono sensible hablan en voz baja, el hombre comienza a sollozar, primero quedamente y luego con más intensidad,  sacudido por una inmensa pena y su esposa lo calma. Imagino entonces que  los padres o abuelos de él pudieron haber sido parte de aquella migración y que sus relatos estarían desde siempre fijos en su memoria y en su vida. Me quedo inmóvil, sin saber qué hacer y, un rato más tarde siguen su camino hasta donde está Rocinante.

De pronto coincidimos delante de la inmaculada Chevrolet de John Steinbeck y, venciendo mi timidez, les pido que me saquen una foto frente a Rocinante; acceden gustosos y entonces sí, comenzamos a hablar, primero sobre las distintas partes de Travels... En un momento, Helen me confiesa que aquello vivido por los granjeros de Oklahoma ha emocionado mucho a Stephen, su esposo, que vivió aquella expulsión por parte de los dueños de la tierra ante la ejecución de las hipotecas como una enorme injusticia.

La charla va y viene por distintas obras de Steinbeck hasta que él, ya animado, me dice que en Moss Landing, a unas veinte millas de allí, está anclado en un muelle The Western Flyer el barco pesquero en que el escritor y su amigo Ed Ricketts hicieron el viaje por el Mar de Cortés, que da título al libro que refiere ese viaje oceanográfico. La fundación del mismo nombre, restauró completamente el barco y, como si eso fuera poco, hay un lugar cercano, The Sea Harvest, donde es posible comer los mejores mariscos de la región.

Les agradezco y les prometo ir allí apenas salga del National Steinbeck Center. Nos despedimos y al hacerlo Helen dice que el nuestro es un peregrinaje literario, lo cual es muy cierto. El peregrinaje nos lleva a seguir los pasos del escritor pero también las historias que fijó en la memoria colectiva por medio de su literatura.

 

The Western Flyer y Cannery Row  

Si gran parte de Monterey es totalmente masiva y turística Moss Landing es un conjunto de muelles de pescadores, un lugar de intenso trabajo con distintos establecimientos relativos a la industria y allí, en un solitario muelle privado está The Western Flyer , blanco e inmaculado.

Ed Ricketts, el gran amigo de John Steinbeck, era un oceanógrafo y filósofo y en él se basó uno de los personajes de The Cannery Row. Su vida no fue nada fácil y terminó trágicamente en 1948 cuando sufrió un accidente fatal; ello devastó a Steinbeck, quien, cuando el laboratorio de Ricketts fue destruido por el fuego, ya escritor consagrado, financió la construcción de un nuevo laboratorio. Aquel viaje de 1940 es un testimonio de todo aquello.

Me acerco de a poco y veo a una mujer trabajando en el barco y pese a ser un muelle privado me aproximo cautelosamente. De pronto me mira de manera inquisitiva y nada cortés, tomo el concepto de Helen y le digo que se trata de un peregrinaje literario. Emite una especia de gruñido y sigue en su tarea sin invitarme a subir a bordo; me pregunto que si el buque tiene un valor histórico y no se encuentra destinado a la pesca qué trabajo puede estar haciendo la mujer allí, al mismo tiempo en que reflexiono acerca de que ni en el National Steinbeck Center ni en el muelle parece interesarles el peregrinaje de un más que oscuro y entusiasta escritor argentino que llegó hasta allí por amor a la literatura e imagino que de estar en este lugar, la actitud de Steinbeck habría sido muy distinta a la de ellos y comenzaría por preguntarme la historia de mi vida.

Las ostras empanadas de The Sea Harvest me quitaron el sabor amargo.

 El Aqcuarium de Monterey está justamente en The Cannery Row, el mismo escenario de la novela. De la década de 1930 solo quedan algunos edificios y restos de maquinarias de aquella envasadora que, durante décadas, trabajó sin descanso día y noche, hasta que las sardinas, su recurso central, dejaron de llegar a la bahía de Monterey.

Hoy, una estatua de John Steinbeck y los personajes de su novela, tienen un lugar central en lo que se convirtió en un atestado un paseo de turistas.

           

La casa y las zonas azules

El lunes, mi último día en Monterey y ya habiendo perdido toda esperanza de obtener una respuesta de la archivista del National Steinbeck Center y con el centro cerrado, volví a Salinas a visitar la casa natal del escritor y la tienda de regalos.

En la tienda no solo hay fotografías e imágenes –del escritor, de su familia, de Salinas-  sino primeras ediciones de sus obras, las más conocidas y las otras, así como una réplica a escala de la casa que al artista que la hizo le tomó 17 años construir: varias paredes pueden ser abiertas para ver interiores construidos al detalle.

La conversación con las damas que atienden el lugar es muy amable y enriquecedora. Una de ellas me muestra el mapa de los escenarios de las obras y la foto de los manuscritos que Steinbeck escribía con una marca especial de lápices –cuyo trazo no se corría- con una goma en el extremo que podía deslizarse hacia afuera a medida que se gastaba. Era el único modo en que escribía y, tal como lo dice en Travels…siempre llevaba un gran surtido de hojas y cuando se le acababan escribía aun en los bordes de los diarios o en cualquier papel que encontrara a mano. Luego su esposa Caroll pasaba los manuscritos a máquina.

Cuando me despido, una de ellas me muestra el menú del restaurante y me recomienda qué pedir.  

 Con ansiedad espero entrar en la casa. Al morir los padres de John Steinbeck en la década del treinta, la casa fue vendida pero en 1971, The Valley Guild , una asociación integrada por ocho mujeres con conciencia social , que compartían el interés por cocinar con la producción del Valle de Salinas, presididas por Betty Gheen, compró la casa, con el aporte de personas de la diócesis, para convertirla, restaurada a su esplendor original, en el centro del refinado trabajo culinario del grupo; a juzgar por los precios, tal actividad no tiene otro fin de lucro que el de mantener la casa y dicha actividad en sí misma.

También las damas que la atienden son muy amables y me detallan la disposición de las habitaciones, del lugar en el que John y su hermana recibían lecciones de piano y del living de la familia, en el cual se destaca una famosa fotografía que John tomó en 1919 con una cámara que era activada con retardo,  “la primera selfie” dice la señora, antes de sacarme una fotografía en ese mismo lugar.

   Una de las damas me cuenta que trabajan con ingredientes cultivados en la zona, de manera natural y conforme al Blue Zone Proyect, entonces entiendo de que se trata y le menciono haber visto la miniserie en la que Dan Buettner recorre distintos lugares del mundo donde las personas son muy longevas –The Blue Zones- y estudia sus actividades y hábitos alimentarios. Hacemos una breve síntesis de esos lugares y me confirma que su actividad forma parte de ese proyecto de las zonas azules que ha sido implementado en distintos lugares de Estados Unidos.

El pequeño ramo de flores de la mesa se recorta contra la ventana de una saliente de la casa, es esa atmósfera calma y placentera la imagen que me llevo de esta visita a la casa en que John Steinbeck nació y en cuya biblioteca hizo sus primeras lecturas.

Cuando cubrí la distancia entre Moss Landing y Monterey el navegador me llevó no por la autovía sino por extensos campos y viñedos y pensé que aquel paisaje sería el mismo de “Los Okies” y John Steinbeck; me llevaba esa imagen, una cantidad de libros que había comprado y que ostentaban el sello del lugar y la conversación con damas que, desinteresadamente, me brindaron todo aquello que deseaba saber y todo aquello que sentí al estar en ese lugar.

En 1962 le fue otorgado a John Steinbeck el Premio Nobel de literatura por su compromiso en defensa de los valores éticos –por su novela The Winter of Discontent (“El invierno del descontento”)- y de la injusticia social. Sin embargo, en su país fue objeto de crítica por no encarnar ese optimismo norteamericano y en parte por el final de The Graps of Wrath, (“Viñas de Ira”, considerado escandaloso y nunca volvió a escribir una literatura de personajes, de ficción o no ficción.

De la vida itinerante y aventurera de John Steinbeck había podido asomarme solo a los primeros pasos y eso para mí ya era una gran conquista (una vida enorme, itinerante y aventurera contra otra pequeña, anhelante, deshauciada, sin esperanzas ni recompensas).       

Cerraba esa etapa –o quizás acababa de abrirla- y al día siguiente me aguardaba otra, pero, más allá de cualquier consideración, había podido ver a Rocinante.

    

 

Eduardo Balestena